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Relato: "Creatividad subordinada"

Mandé mis letras al campo de batalla con nulas esperanzas de obtener una pronta victoria, pues sabía bien de la ferocidad de sus oponentes, que llevaban a gala su imbatibilidad.


Haciendo buen uso del cobijo que el interlineado a doble espacio les ofrecía, se acercaron al enemigo por la retaguardia, más fueron muchas las que hallaron su fin en la sangría, promontorio desde el que las supervivientes veían caer al vacío a sus hermanas, imposibilitadas para ofrecerles su ayuda.


Estancado en un punto y aparte, un pelotón de vocales aguardaba el momento propicio para lanzar su ofensiva, pero las esdrújulas se encargaron de arrasarlas haciendo un magistral uso de sus tildes, que empleadas a modo de azote propiciaron la apertura de una brecha en mis filas.


El asalto a cada nuevo párrafo suponía toda una odisea, pues las letras combatientes no hallaban el tiempo que precisaban para reponerse, dado el acelerado ritmo imprimido a la narración sobre la que se veían forzadas a moverse. Tras recurrir al subterfugio de camuflarse como cursivas, el progreso pudo seguir adelante con mayor facilidad, pero como en todo grupo, también en éste existían los traidores, y la letra H, que siempre había llevado a gala su silencio, demostró no ser la fiel guardiana de secretos por la que se la tenía.


La delación condujo a las consonantes a ver sus esbeltas caligrafías tornadas en negrita, el blanco fácil de todo líquido corrector que se preciase. Fueron muchas las que desaparecieron del libro en el camino, pero el refugio de las comillas, que las convertía en una cita textual, las salvó de verse diluidas bajo la presión del pequeño pincel blanco.


Mis órdenes, transmitidas gracias al arrojo de las oraciones copulativas, les llegaban con dificultad, pues el bloqueo de las mayúsculas suponía una barrera a las que muchas preferían no tener que enfrentarse, so pena de acabar convertidas en borrones que harían olvidar su sentido original.


Traté de situar mis adverbios en el tiempo y el lugar adecuados, pero esas terminaciones en “mente”, siempre dispuestas a recargar un texto hasta conducir a la extenuación del sufrido lector, rompieron las ordenadas filas de la formación con el único afán de hacerse un sitio entre ellas, conduciendo al caos total.


El pelotón de los gerundios seguía intentando avanzar, luchando por cada palmo de hoja en blanco, saltando sobre los adjetivos que los descalificaban, y llegando hasta el punto de llevarme a creer que la victoria podía no encontrarse tan lejos como todo hacía pensar, pero mi contrario aún ostentaba el control sobre la mayor parte de los verbos, a cuyo mandato se debían mis huestes.


Alarmado por la pasividad de algunas formas verbales, recurrí al as que guardaba en mi manga, y haciendo uso del siempre dispuesto imperativo, me dispuse a enfrentar el combate definitivo, aquel que decidiría la facción que habría de salir victoriosa de tan cruenta batalla.


Las eses lanzadas por mi oponente alcanzaron a varios de mis sustantivos, tornándolos al plural y haciendo que su peso los llevase a caer en picado, arrastrando con ellos a las preposiciones que les habían servido de amarre a sus predicados. Las conjunciones a las que recurrí en un último intento desesperado por reagrupar sus fuerzas poco pudieron hacer, y las interjecciones de angustia acudieron a mis labios.


Tal como solía hacer con cada nuevo lanzamiento, me situé en un lugar de la librería desde el que poder observar a quienes se acercaban hasta mi nueva novela para, tras ojearla, tomar la decisión de llevarla con ellos a casa.


La satisfacción por el esfuerzo recompensado se quedaba en nada cuando pensaba que la obra que leerían jamás se correspondería con aquella que imaginé. Una vez más, había perdido mi particular guerra contra el corrector de la editorial.


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